
Dulcinea caminaba con tranquilidad a través del campo. Estaba atardeciendo y comenzaba a correr una fría brisa, pero Dulcinea no sentía frío ni calor ni el desagradable dolor que tenía en sus pies de tanto caminar con aquellos zapatos de tacos altos. De hecho no sintió cuando se le rasgó el vestido en la parte de abajo al engancharse con una rama de algún árbol muerto ya hace unas décadas. Caminó unos metros más y se sentó en el pasto que aun estaba calido por la radiación del sol. “Fue un día muy caluroso” pensó Dulcinea. Miró el horizonte y vio como lentamente el sol se iba escondiendo. “Cincuenta, cuarenta y nueve, cuarenta y ocho…” Poco a poco el sol se escondía detrás de una colina. El frío se hacia más intenso y la brisa acariciaba sus cabellos. “… seis, cinco, cuatro, tres, dos, unos”. Cayó la noche y de inmediato la bóveda celeste se llenó de vergonzosas estrellas que penas iluminaban. Fue entonces cuando Dulcinea sintió frío y el dolor de sus pies y la pena que guardaba hasta ese momento. Lloró.